Antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes tras la lluvia;
Eclesiastés 12:2 RVR1960
Seguimos en este capítulo donde vamos a ver, aunque no para disfrutar, sino para tomar sabiduría, una de las obras poéticas más hermosas de la literatura histórica. En ella, Cohélet nos va a ir describiendo cómo la vida del hombre a este lado de la eternidad se va apagando y lo que un día era un torrente de juventud y vigor acaba convirtiéndose en polvo.
En todo ello está implícita la idea del encabezado del capítulo: a acordarnos del Creador antes que llegue ese tiempo y entonces lamentar no haberlo hecho. Hay un tiempo en la vida donde la luz temporal de este mundo no se acaba y pareciera como que las consecuencias nunca llegan, pero poco a poco y casi sin percibirlo, empezamos a ver que el año de nuestro nacimiento empieza a aparecerse más lejos en los calendarios y la luz empieza a perder potencia e intensidad. Ya no nos salimos con la nuestra como antes nos ocurría y la intensidad del placer se va como cuando dejamos de ser mojados y solo quedan las nubes.
Si toda nuestra esperanza la hemos puesto en la luz y en la lluvia que el mundo y sus deseos nos ofrece, llegará un día en que, cuando éstos ya no puedan darnos calor y humedad, sentiremos que no nos quedará nada. Pero bienaventurado aquel que se ha acordado de su Creador en su juventud y no ha hecho ídolos temporales en aquello que no tiene la capacidad de salvarle ni de acompañarle al otro lado del sol. Será este el que disfrute la luz y el agua eterna que proviene del Creador, quien será capaz de refrescar y calentar el alma cuando ya haya pocas cosas que puedan hacerlo.
Ya el apóstol Juan nos escribió en su primera epístola que el mundo pasa y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Lo advirtió Cohélet y lo advirtió Juan, por lo que no podremos decir que nadie nos avisó.