Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre.
S. Lucas 2:12 RVR1960
Desde el hecho de crear, pasando por el rechazo del Edén, y la mayoría de la historia del pueblo de Dios, nos revela la humildad de un Dios en tantas maneras rechazado y menospreciado. Pero cuando Dios, rompiendo toda la lógica al orgullo, se encarna en Jesús para llevar a fin su obra de redención prometida, es cuando nos encontramos el reflejo absoluto y hermoso de la humildad en su máxima expresión. Siendo el Creador, dispone todas las cosas para que, en la noche de su alumbramiento, unos anónimos pastores fueran los primeros en acudir a recibirlo.
Cuando se les presentó un ángel para darles la buena noticia, estos fueron rodeados por la gloria de Dios y la alabanza de las huestes celestiales.
Nueve meses antes de ser engendrado en el vientre de María, este era el hábitat donde el Hijo de Dios moraba, pero voluntariamente decide abandonar ese lugar de gloria y aparece envuelto en pañales, cuidado por una jovencita y reposando en un lugar donde los animales comen.
Así es Dios, derribando toda lógica de ego y orgullo humano, y viniendo por la puerta de atrás para conquistarnos en el amor del que sirve.
Una de las señales de un obrar profundo de Dios es oler a esa naturaleza humilde, la cual se olvida de sí mismo para vivir en pos de su gloria y de lo que Él ama. Cada día podemos estar comprobando en qué grado esa obra se ha producido en nosotros. El Espíritu Santo, a través de Pablo, inspira que aquellos que deciden imitar esa actitud de Cristo le producirán infinito gozo.