Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los cuidaba en tu nombre; a los que me diste, yo los cuidé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliera.
San Juan 17:12 RVC
Uno de los sentidos que la Escritura le da cuando llama a alguien hijo no es solamente de procedencia, sino también de vocación para imitación.
Cuando la Escritura dice que somos llamados hijos de Dios, no solo pone el acento en la identidad que ahora tenemos, sino en la imagen de a quien debemos de imitar y representar. Pero, tristemente y después de muchos años de labor pastoral, he podido ver que si es posible que se tuerza un hijo/a nacido de nuevo, que debía de ir en una dirección justa y que glorificara a Dios.
Judas había sido llamado por el mismo Jesús; participó del Reino, pero empezando su nombre como hijo, la tristeza de su apellido es mayúscula: «de perdición».
La idea de esa palabra en griego es ruina o pérdida.
¡Qué triste que, después de un discipulado y un amor tan cercano como el del Maestro, su corazón lo desviara y acabara arruinando y echando a perder todo el propósito y bendición que podría haber traído con su vida!
No son pocos los que he visto que, empezando como hijos, acaban con un apellido como este, lo cual me produce temor y temblor para con mi salvación, y afirmarme para que mi apellido continúe siendo: «de Dios».
